Un enorme placer

«En otras ocasiones renunciaba a todos mis derechos. Delegaba palabras y voz, renunciaba a la posesión -y en ocasiones incluso a la elección- del libro y, si se exceptúa la infrecuente pregunta aclaradora, no hacía otra cosa que escuchar. De noche, e incluso de día (dado que frecuentes ataques de asma me obligaban a guardar cama durante semanas) me recostaba en varias almohadas hasta casi sentarme, para escuchar a mi niñera, que me leía los aterradores cuentos de hadas de los hermanos Grimm. A veces su voz hacía que me durmiera; otras, por el contrario, la emoción me enardecía, y le suplicaba que se apresurase, con el fin de averiguar, más deprisa de lo que el autor habría querido, qué sucedía en el cuento. Pero la mayor parte del tiempo me limitaba a disfrutar con la voluptuosa sensación de dejarme llevar por las palabras, y sentía, de una manera corporal, que estaba de verdad viajando a algún lugar maravillosamente remoto, a un sitio que apenas me atrevía a vislumbrar en la última página del libro, todavía secreta. Más adelante, a los nueve o diez años, la maestra me dijo que sólo los niños pequeños pedían que se les leyese. Le creí y renuncié: en parte porque me proporcionaba un enorme placer y, por aquel entonces, estaba dispuesto a aceptar que cualquier cosa placentera tenía algo de malsano. Hubo de transcurrir mucho tiempo, hasta que mi compañero y yo decidimos leernos mutuamente, durante un verano, La leyenda dorada, para que recuperase aquel deleite tanto tiempo perdido».

Alberto Manguel, Una historia de la lectura

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 Mary Cassatt (1844-1926), La señora Cassatt leyendo a sus nietos, 1888.  

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